Introducción

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Todos los que venimos a este mundo, tanto los seres humanos, como los animales irracionales, como las plantas, somos fruto de la sabia naturaleza y todos los humanos tenemos nuestra historia: algunos muy halagüeña y otros llena de dificultades o vicisitudes, como la mía, según la voy a describir. Pero, gracias a Dios, al cabo de 86 años, que es cuando escribo esta historia, las he superado todas, pues ni nunca he tenido millones de pesetas ni nunca me ha hecho falta dinero, pues siempre he tenido el necesario; y ni tampoco nunca he estado enfermo en cama, salvo algún catarro pasajero.

Casa natal de Nicasio, Vega de Nuez

Empezaré por decir que nací en el pueblo de Vega de Nuez, Ayuntamiento de Viñas, Partido de Alcañices, Provincia de Zamora, el día 14 de diciembre del año de 1901, sobre las 10 de la noche. Y como el cura párroco del pueblo, D. Tomás Porras, tenía la costumbre de a los que bautizaba ponerles el nombre del santoral del día, a mí me pusieron Nicasio mis padres Fabián Casas y mi madre Juana Diez; ésta última descendía de San Cristóbal, pues mi abuelo por vía materna se llamaba Santos Diez y mi abuela Dominga Lorenzo, naturales de San Cristóbal, donde aún viven muchos descendientes hoy de estas dos familias. Fuimos cinco hermanos: Dionisio el primero; Jorja (ésta siempre la conocí enferma); le seguía Victoria, después Nicasio y, por último, José. Mi abuela por parte de mi padre era de Figueruela de Arriba; se llamaba Rosa Pérez y, por más detalles, era prima de Genara Pérez, mujer de Esteban Barahona. Y mi abuelo, Martín Casas, era de Vega.

Nuestros padres eran labradores y así como heredaron bienes (tierras) también heredaron males (deudas), que éstas nos traían por la calle de la amargura, pues el poco pan que cosechábamos venían los acreedores y nos lo llevaban para pagar los intereses de la deuda; luego había que comprar otro y no había con qué y mi madre lloraba y yo sufría tanto como ella y aunque yo estaba sin criar a los 14 años no cumplidos, decidí marchar para Cuba con el fin de quitar esa deuda […], pues aunque teníamos cabriada, que Victoria siempre andaba con ella, un castrón sólo valía unas 12 pesetas y un ternero 20 duros; por lo tanto, la deuda seguía en pie.

He dejado atrás la descripción de mi niñez y adolescencia y, como me encuentro con todas mis facultades tanto físicas como mentales bien claras, pues me recuerdo de lo más mínimo, aunque de mi niñez sólo me recuerdo de cuando hubo que entregar una hospiciana que se llamaba Bernarda, pues, de no entregarla, mis padres tenían que adoptarla y ya era como de 6 años, que al despedirse lloraba como una perdida. Como se puede pensar, mis padres, a parte de criarnos a nosotros, sacaban niños del Hospicio[..], y después tuvieron otra que se llamaba Fermina y de ésta no me recuerdo de nada más que de hacerle jueguitos.

Como entonces no había escuela en Vega, había que ir a San Blas. Yo no fui gran cosa a la escuela, porque cuando llegué a valer para algo tenía que ir con Victoria con las cabras en la primavera, pues los chivos se quedaban a la sombra de las jaras, y otras veces con las vacas. Recuerdo mucho que, el día que iba a la escuela, mi madre, aunque comía el caldo en casa, me daba merienda, pero quizá ésta la comía antes de la clase de la tarde y yo veía cómo las chicas y los chicos de San Blas, cuando sus padres hacían pan, salían para la plaza con sus bollas (empanadas) y yo los envidiaba.

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